Organizar todo un salón de pequeños estudiantes encerrados allí en dos equipos, explicarles los rudimentos del juego, lograr un consenso sobre la identidad del grupo, todo esto no es grano de anís, pero lo hicimos con buena voluntad y nos dispusimos a iniciar el juego.
La excitación de la caza había alcanzado un punto crítico. Yo grité:
- Tenéis que decidir ahora lo que sois: ¡un GIGANTE, un BRUJO o un ENANO!
Mientras se formaban los grupos, consultando frenéticamente en voz baja, sentí que alguien tiraba de la pernera de mi pantalón. Una niña pequeña me está mirando y me pregunta, con una vocecilla preocupada:
- ¿Dónde han de estar las Sirenas?
Una larga pausa. Una pausa muy larga.
-¿Dónde han de estar las Sirenas? -le digo.
-Sí. Mire, yo soy una Sirena.
-Las sirenas no existen.
-¡Oh, sí, yo soy una!
No le interesaba ser un Gigante, o un Brujo, o un Enano. Sabía cuál era su categoría. Sirena. Y no estaba dispuesta a abandonar el juego y plantarse contra la pared, como habían de hacer los perdedores. Quería participar, en el bando al que se adaptasen mejor las Sirenas en el esquema de juego. Sin renunciar a su dignidad ni a su identidad. Daba por sabido que había un lugar para las Sirenas y que yo sabría donde estaba.
Bueno, ¿de qué bando ESTÁN las Sirenas? ¿Todas las “Sirenas”, todos los que son diferentes, los que no se adaptan a la norma y no aceptan los compartimientos y las casillas disponibles?
Contesta a esta pregunta y podrás construir una escuela, una nación o un mundo sobre ello.
¿Cuál fue entonces mi respuesta? De vez en cuando digo la cosa adecuada.
-La Sirena debe estar aquí, ¡junto al Rey del Mar! -le digo. (Sí, junto al Bufón del Rey, pensé.)
Y allí nos quedamos, tomados de la mano, revisando las tropas de Brujos y Gigantes y Enanos mientras corrían desordenadamente.
A propósito, no es verdad que las sirenas no existan. Conozco personalmente al menos a una. La he tenido tomada de mi mano.
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